lunes, 23 de noviembre de 2015

La Columna por L. Kedzie


La estructura de un equipo de rugby responde a una distribución muy concreta de los puestos de los jugadores que permanece inalterada a través de los tiempos, las naciones y el nivel de los equipos.

Pero el jugador no es tan sólo lo que diga el número de su dorsal, sino que forma parte de varios subgrupos dentro del equipo, cada vez más específicos, hasta llegar a su puesto concreto. La pertenencia a uno u otro de estos subgrupos va definiendo desde lo más general hasta lo más individualizado sus tareas durante el juego.

Lo primero y principal, es un jugador de rugby. Alguien que practica un deporte especial, de gran dureza y exigencia física, cuya combinación de agresividad y de valores como el sacrificio, el compromiso y el respeto, lo cargan de ciertos tintes heróicos.

Enseguida encontramos la primera división. Por un lado están los delanteros y por otro, los tres cuartos. Ya esta separación determina el destino vital del jugador. El tres cuartos se llevará a todas las chicas y el delantero gestionará los acalorados intercambios de opinión con desconocidos en los bares. Ahora en serio, dicen los franceses que un equipo de rugby necesita hombres capaces de cargar un piano y otros hombres capaces de tocarlo. Los delanteros son grandes y fuertes en extremo porque se encargan de la sagrada tarea de la conquista del balón. Forman la melé, disputan la touche y batallan sin cuartel por cada posesión para que los tres cuartos, potentes y veloces, dispongan de balones para finalizar las jugadas con ensayos.

Dentro de cada uno de estos dos grandes grupos, conviven una serie de subgrupos. En la delantera se dividen por su posición en la melé. Así, tenemos primeras, segundas o terceras líneas. Los tres cuartos, son medios, centros, alas o zagueros. Y por fin, cada uno ocupa su puesto específico, con sus tareas, sus obligaciones, sus responsabilidades, sus características que lo hacen único.

Esta es la división típica de los jugadores de un equipo que todo el mundo conoce y distingue. Pero dentro de este esquema clásico se esconde una combinación estratégica de jugadores, una cadena de piezas clave de cuya habilidad depende el destino del equipo. Este grupo especial es conocido como la columna y, como su propio nombre indica, se trata de una estructura sobre la que se asienta el juego de todo el equipo. Un eje principal de jugadores excepcionales que son los que generan el juego.

En la existencia de esta columna queda patente la perfección casi matemática con la que está diseñada la formación de un equipo de rugby. No es en absoluto casualidad que los jugadores que forman esta mágica combinación sean precisamente los cinco jugadores del grupo que no tienen pareja en el campo.

Entre los XV de un equipo de rugby conviven varias parejas que comparten denominación. Hay dos pilieres, dos segundas, dos terceras ala, dos centros y dos alas. No son puestos idénticos (no es lo mismo ser pilier derecho que pilier izquierdo, por ejemplo), pero sí lo suficientemente parecidos como para que tengan el mismo nombre.

Y después están los jugadores únicos, los que no tienen doble en el campo. Estos son los que forman la columna. Hablamos de: talonador, tercera centro, medio melé, apertura, zaguero.
Estos son los puestos clave del equipo, donde todo entrenador sensato alineará a sus mejores hombres y cuya disposición casi anatómica sobre el terreno de juego puede incluso verse a vista de pájaro, cuando el equipo se prepara para una melé.

Dentro de la columna están los creadores, fuera, los currantes, los ejecutores (grandísimos ejecutores, sin duda, en muchas ocasiones).

Raro es el equipo en el que el talonador no es un líder nato. Dirige la melé desde el frente, poniendo su cuerpo al límite para asegurar la posesión para su equipo en esta fase de conquista fundamental. Además, sobre sus hombros recae nada menos que la enorme responsabilidad de sacar la touche (labor casi artesanal que, a base de horas de entrenamiento y repetición, debe alcanzar la perfección técnica).

Si el talonador comanda desde primera línea, el tercera centro (también conocido sencillamente como nº 8, por el dorsal de su camiseta), lo hace desde la retaguardia de la melé. Este jugador es algo así como el delantero total. Cierra la melé, encargándose de la salida del balón, de su cuidado y defensa y debe reunir capacidades físicas y técnicas propias de un superhombre, que van desde la fuerza y contundencia de los primeras y segundas (el tight five, que dicen los ingleses) en los puntos de encuentro, a la habilidad para cubrir campo tanto en ataque como en defensa, propia de la tercera línea de la que forma parte. En definitiva, fuerte como un pilier y ágil como un flanker.

Aunque medio melé y apertura son conocidos como los dos medios (el nombre completo del apertura es en realidad “medio de apertura”), no forman una pareja como tal, en el sentido en que lo son los centros o los alas. Sus funciones son muy diferentes aunque igual de importantes dentro del equipo y, si bien la conexión medio melé-apertura es crucial durante el juego, no lo es menos la que debe existir entre nº 8 y medio melé, de cuya alianza depende en gran medida el éxito del lanzamiento del juego. Sin duda, la cadena nº 8-medio melé-apertura es el núcleo duro de la columna, algo así como el condensador de “fluzo” del equipo.

El medio melé dirige a la delantera, el apertura dirige a la línea de tres cuartos. El devenir del juego se decide en su cabeza. Ambos manejan con la máxima destreza el balón, tanto a la mano como con el pie. El pase del medio melé ha de ser perfecto. El apertura debe tener un guante en el pie.

Y por último, cerrando la columna, está el zaguero. Aquí tenemos al último bastión, el guardián entre el centeno responsable de la defensa de su territorio, para lo cual cuenta con dos armas fundamentales: un placaje demoledor, que normalmente debe aplicar a jugadores lanzados a máxima velocidad y una patada tan depurada como la de un apertura. Los zagueros de corte más defensivo concentran toda su energía en desarrollar a la perfección estas funciones, pero lo ideal es contar con un zaguero que posea también buenas dotes para el ataque para que, sumándose a la línea en el momento decisivo, pueda suponer el revulsivo necesario para dar el golpe de gracia.

La columna es la raíz vital por la que fluye el sistema nervioso de un equipo, dando vida al resto de componentes. De ella mana el rugby y del resto de jugadores depende su ejecución exitosa. Pero una cosa está clara, si la columna no funciona, no hay rugby que jugar.

Extraído de: http://www.jotdown.es/2011/12/la-columna/


lunes, 16 de noviembre de 2015

De Nueva Zelanda a Sant Boi por el rugby: Un "All Black" en Cataluña por Kiko Amat.

Guillem Sartorio



¡Zund! ¡Zund! Ese es el sonido. Un impacto sordo de carne fibrosa chocando contra carne fibrosa, como lo que se escucha en Jurassic Park cuando dos grandes saurios arremeten el uno contra el otro. A pie de campo se oye mucho más. También los gritos de los jugadores («Esquerra! Esquerra!»), y el ploch-ploch-ploch de los tacos en la hierba fangosa. Aquí es donde te das cuenta de lo físico que es el rugby.

De niños jugábamos aquí, en el estadio de la Unió Esportiva Santboiana (UES), al lado del viejo marcador con números de madera, mientras el primer equipo se enfrentaba al rival de cada domingo. Para mis hijos es distinto, claro; la obsesión paterna se ha diluido una pizca, como mezclada con sifón. Pero en mi casa, cuando yo era un chaval, la mayoría de cosas giraban en torno al rugby. Las visitas, las salidas, los festivos, los amigos y los hijos de esos amigos. Era igual que en Uno de los nuestros, pero con un balón ovalado. Como los culés que aún recitan de carrerilla alineaciones míticas del Barça (Cruyff, Asensi, Sotil, Marcial...)yo aún puedo listar los jugadores del equipo de mi padre: Sirvent, Pitu, Rubio, Cos, Pep, Sogas, Rafel, Torres, Goñi, Chico, Malo, Massoni, Hilari...

Pero los tiempos han cambiado. Estamos en el 2015, y esta mañana se celebra el UES-AMPO Ordizia. Mi padre, Sisco Amat, ex jugador y ex vicepresidente del club, es ahora el delegado del equipo, y por ello me encuentro tan cerca del terreno de juego. Viéndolo así no me cabe ninguna duda: los rugbistas actuales ocupan mucho más espacio que los de 1975. Los «gordos» no son gordos de veras, soloimponentes armarios de 120 kilos de músculo trotante, y los tirillas que aparecían junto a mi padre en aquellas fotos sepia se han extinguido. Los zagueros o aperturas -que antes eran mesomorfos ágiles y discretos- ahora son BESTIAS. Harry Crews siempre habla de la cantidad de dedos amputados que veía en su pueblo natal, Bacon (Georgia), y nuestro equivalente local son los cuellos de bisonte y las orejas de alcachofa. En Sant Boi se veían y ven bastantes cartílagos de melé, espachurrados como papel de plata usado, y eso tiene que doler una cosa bárbara.

Guillem Sartorio

Digo «tiene» porque, por supuesto, nunca lo sufrí en mis carnes. Yo dejé la escuela de rugby tras la temporada 1983-84. Aquello -¡ay!- no era para mí. Desde entonces pasé por varias fases de luto, como los divorciados: mi inclinación rugbística se tornó desencanto pasajero, luego vino el renacer de la simpatía, y de allí a la devoción presente.

Cuando esta mañana de domingo finalice el partido, mi padre -que tiene casi 70 años- se acercará hacia donde estamos mi familia y yo, y de golpe saltará una valla de 1,10m con las rodillas juntas, de un brinco, sin tomar carrerilla, y una oleada de amor y admiración pura me tomará por sorpresa, y durante unos segundos seré de nuevo el niño aquel que brincaba junto al marcador mientras mi padre pasaba el balón en el campo.

-Us quedeu pel tercer temps?- dirá, al llegar a mi lado.

BRUCE EL MAORÍ

Los motivos de orgullo se amontonan, en Sant Boi. La UES fue el equipo introductor del rugby en España, en 1921, de la mano de su fundador, Baldiri Aleu. Su socio, el francés Michel Reynard, empezó una tónica que continúa hoy: mudarse a Sant Boi para jugar a rugby. En el primer equipo presente hay ingleses, australianos, samoanos, holandeses y, de forma harto alucinante, maorís de Nueva Zelanda. Alucinante para ustedes, digo. Los santboianos están más que acostumbrados a que cetrinos antípodas con clavículas-ballesta se paseen sonrientes por las calles del pueblo.

«El rugby aquí se jugaba distinto, porque el nivel era bastante pobre», me cuentaBruce Hemara, el maorí ex All Blacks que desde el 2010 vuelve a ser Director Técnico y entrenador de la UES. «Los entrenos eran diferentes. Menos organizados», afirma, sonriendo, «con menos hincapié en la técnica individual. La actitud también era distinta. Los jugadores de aquí son muy emocionales, incluso ruidosos», ríe, «mientras que los neozelandeses son más reservados. Pero me gustó desde el principio, también el estilo de vida. Sabía que en España el rugby no era mayoritario, pero tenía claro que iba a un club legendario, con mucha historia. Mi club neozelandés se fundó en los sesenta, pero aquí las familias de rugby se remontan a varias generaciones. Eso fue lo mejor: conocer la tradición y topar con un club hecho por y para sus miembros. Yo me había propuesto integrarme en la comunidad, aprender la lengua, y ser parte de esto».

EL MAORÍ SABE QUE AQUÍ TIENE UN HOGAR. EN EL CLUB SOCIAL DE LA SANTBOIANA, SACA LA GUITARRA Y SE PONEN TODOS JUNTOS A CANTAR JUNTO A LA BARBACOA.

 Cómo un maorí temible (le llaman The bruiser [el magullador] por los moratones que imprimía en sus rivales) terminó viviendo en esta villa catalana es parte del mito. En 1988, cuando Hemara se iba de gira mundial con los All Blacks, un compañero de equipo le mandó recuerdos para «un pelirrojo de Sant Boi» que jugaba en la Selección Española. Aquel pelirrojo era Albert Malo, quizás el más famoso jugador español de rugby -hoy gerente del club-, y se hicieron amigotes en el tercer tiempo (otra tradición del rugby: el ágape post-match de los contrincantes), tras el partido en Sevilla. Esa noche Hemara estuvo de parranda con Malo, Torres, Massoni y Marlet, de la UES. Cuatro santboianos y un maorí, de juerga por la ciudad. Aquel primer contacto forjaría la relación de muchos maorís con el poble dels bojos (llamado así por su hospital psiquiátrico), y en 1998 Hemara se convirtió en su primer entrenador internacional. Desde entonces, como apunta Sisco Amat, «cada año hay dos o tres maorís en el primer equipo».

Lo de los maorís y el rugby es casi genético. El primer equipo de rugby neozelandés que salió de la isla en 1888 se llamaba New Zealand Natives, y estaba compuesto casi en su totalidad por jugadores de esa etnia. «Creo que el juego va con nuestro físico», razona Hemara, «y también nuestra personalidad. Es un juego físico y táctico que encaja con la naturaleza maorí. Los europeos aportaron la disciplina, que era algo no tan maorí», bromea, «todo eso de acatar las normas». Desde el 1905, cuando los All Blacks realizaron su primera gira internacional, los maorís están entre los mejores rugbistas del mundo. Hemara no esconde su satisfacción al recordar que aquella «pequeña colonia recientemente independizada» terminase, en el espacio de 40 años, aplastando a los ingleses en «el deporte que habían inventado».


Pero hablando de aplastar. Cuando le menciono a Hemara que los jugadores de hoy ocupan el doble de espacio, el entrenador no duda: «Profesionalismo. Cuando te pagan por ello te lo tomas más en serio. En Nueva Zelanda intentamos aunar diversión con sustento. Creo que los jugadores entrenarían duro aunque no les pagaran, pero un contrato para ir a otro país les obliga a ser más fuertes, rápidos y hábiles. Los clubes amateurs ofrecían a los jugadores otros incentivos: alojamiento, oportunidades de desarrollo... Pero incluso así perdíamos jugadores cada año. Cuando algunos empezaron a cobrar, el juego mejoró. Los profesionales que venían de fuera contribuían a elevar el nivel y a hacer que el juego fuese más excitante. Esto no crea envidia: los jugadores amateurs [mayoría en Sant Boi], lo ven como una oportunidad de mejora. Y los extranjeros saben que tienen que convertirse en parte de la comunidad, como yo hice».

Guillem Sartorio

Sí. Hemara sabe que esto, en mi pueblo, es una maldita religión. «En Nueva Zelanda, el rugby de primera división es tan importante que los rivales ya no se reúnen», afirma. «Pero aquí, a nivel de club, el tercer tiempo aún es crucial. Son cuatro generaciones del pueblo que levantaron esto por amor, por Sant Boi, por el rugby. En este deporte todo gira en torno a su gente. No importa a donde vayas: dirígete a su club de rugby y serás bienvenido. Eso es lo que me mantiene aquí. La gente». Hemara confiesa que echa de menos a su familia, pero sabe que aquí ha encontrado un hogar. ¿En la Barraca, el club social de la Santboiana, cuando este maorí saca la guitarra y se ponen todos a cantar junto a la barbacoa? Hemara es de aquí.

LA ÉTICA DEL RUGBY.

A lo largo del partido contra el Ordizia me doy cuenta de que en el rugby pueden haber cambiado algunas cosas, pero la ética es la misma. «Disciplina. Respeto. Diversión. Deportividad. Espíritu de equipo», como esgrimen los inmutables cinco códigos de conducta. Un jugador hace una falta y se disculpa al arbitro. Jugadores rivales se ayudan a levantar los unos a los otros del suelo todo el rato, y no de la forma melodramática que uno ve en el fútbol de élite. Las marcas se celebran con sobriedad: un par de palmadas, unas palabras de aliento, todo al trote y de vuelta a tu campo, como si nada. Y al final del encuentro, lo mejor: el pasillo. Los dos equipos aplaudiéndose por orden los unos a los otros, primero vencidos, luego vencedores. No importa la de veces que vea esto; siempre logra emocionarme.

Qué distinto es todo ello del espectáculo de asalariada afectación que ofrece a menudo el fútbol moderno. El goleador que lo celebra con una cabriola preescolar, los ostentosos aspavientos triunfales, el churrigueresco ovillo de abrazos desesperados. Como si acabasen de anunciar por radio la liberación del París ocupado, y no un maldito gol en la Champions. Marcado por un multimillonario, para más inri. ¿Y los sollozos de angustia futbolera, solo porque un rival les ha acariciado el omoplato con una pluma de cisne?

Es un martes de octubre a las 21h y vuelvo a estar en el campo de la UES, para uno de los tres entrenos semanales. Ha anochecido ya, y unos focos tremendos, como de camión avanzando hacia tu cara, iluminan el campo. Empieza a caer una pequeña llovizna, suave y británica, y de fondo solo se oye ¡ZUND! ¡ZUND! Pese a ser un mero entreno, las trompadas son de verdad. Algunos de los jugadores andan acolchados, pero se interceptan con toda la fuerza de sus músculos, ZONK en el costillar y hombre al fango, y si a mí me hiciesen eso pasaría el resto de mi vida en un pulmón artificial, escribiendo artículos como este mediante un palitroque incrustado en la boca.

Y sin embargo, en el campo: no se oye ni un maullido. Solo risas, y gritos tácticos, y el ocasional eructo.

Guillem Sartorio
Guillem Sartorio

Uno de los chicos, tras una jugada que ha terminado en topetazo colosal, se acerca hacia el banquillo, escupiendo al césped y palpándose el labio, y cuando llega allí abre la boca y enseña que le han partido un cacho de diente. En un entreno. Tan pancho lo dice, y luego bebe un trago de agua, escupe otra vez y vuelve a adentrarse en el campo, bajo la llovizna.

Yo miro a mi padre y él se ríe, porque sabe que estas cosas me tocan la fibra. Esa dureza. Cuando empieza el lanzamiento de touch y unos cuantos jugadores se colocan en línea, dos de ellos levantando al más alto del equipo para que intercepte el balón, la imagen de un gigante rubio (Jamie Chipman, otro kiwi) elevándose al cielo con los brazotes en alto, tras aquella cortina de lluvia, se me antoja de una belleza imposible.

Toda la potencia, la determinación con punto focal, el esprit de corps, ¿la intensidad? Merece la pena firmar por algo así, ahora lo veo.

Merece la pena, por narices.

Publicado en la web del diario El Mundo el día 01/11/2015: http://www.elmundo.es/papel/historias/2015/11/01/5632289cca4741f1038b462d.html


lunes, 9 de noviembre de 2015

Nosotros, los minoritarios por Pedro Simón

Sé que va a ser complicado hacerte entender. Lo sé. Sé que las apariencias te tienen engañado. Sé que cuando miras de reojo al televisor en el pub irlandés sólo ves un amasijo de orcos entrelazados haciendo el bestia. Pero España sería un país mejor si la gente leyera más, escuchara con menos prejuicios, no gritara tanto y le tuviera un poco más de respeto al rugby. Habría menos defraudadores de Hacienda. Entenderíamos mejor al de al lado. El oprobio caería sobre los mentirosos y los indolentes. Los de Ryanair no nos tratarían como nos tratan. Y, sobre todo, habría menos violencia.

Reconozco que entré con los recelos propios de la leyenda. Estás mandando a los niños al Saigón de los 70, me decían. Estás enviando a los chicos a Magaluf, con ingleses de dos metros. Así que cuando los dos hijos volvieron del primer entrenamiento, la madre los abrazó como en la serie de 'Marco' y les anduvo contando los brazos, piernas y dedos durante el fin de semana. Una y otra vez. En efecto, todas las partes del cuerpo seguían en su sitio.

Para uno, que se ha criado viendo cómo los padres piensan que tienen a un futuroMessi en casa, que ha visto a niños de 10 años temblando en la cancha a causa del progenitor vociferante de la banda; para uno, les decía, aquello fue como una revelación.

Allí estaba el cartel en el viejo campito de rugby, comido por el óxido pero no por el olvido: «Mensaje para los papás: si quiere un campeón en casa, entrénese. Por lo demás, deje jugar en paz y feliz a su hijo».

(...)

Dos esguinces más tarde y una pequeña brecha después (para qué les voy a negar: sólo una pequeña brecha en tres años), hemos aprendido mucho más de lo que pensábamos. El padre que los lleva y los trae. La suegra que dudaba. Y hasta algunos compañeros de clase que prefieren (¿preferían?) la pelota redonda a la oval.

Dentro de un campo de rugby no existen los amigos. Y ello es porque enfrente tienes a los contrincantes y al lado tienes a tus hermanos. Uno no pasa de largo en la vida si ves a un tipo en el suelo. Ni hace ostentación de la victoria como si fuera un primate. Uno tiende la mano, no la pisa. Y si algún día te caes (que te caerás), te levantas.

Hoy, en la habitación infantil, junto a una imagen de Fernando Torres hay un póster en el que cinco 'rugbiers' esperan la acometida de una manada de rinocerontes. Deberían verlos. Son cinco rinocerontes 'elefantiásicos', grandes como dudas, del tamaño de un piso de tres plantas. Enfrente les esperan otros tantos jugadores hasta el cuello de barro. Diminutos en la comparación. Se lee: «Encara siempre lo que venga».

Les estamos esperando. A todos ustedes. A los que creen que un tercio es más que un tres cuartos y a los que piensan que mandamos a nuestros hijos a la guerra. Les estamos esperando con emoción y con hambre. Con un montado de panceta en una mano y una cerveza en la otra. Porque igual les vamos a dar el abrazo. Los deportes minoritarios somos así.

Lo dijo con otras palabras el gran Eduardo Sacheri, que acierta siempre que escribe pero que se confundió de deporte: él prefiere el fútbol, vaya.

Hay quienes sostienen que el rugby no tiene absolutamente nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales, con la reconciliación, con el civismo, con un tipo que se ha quedado sin empleo y del mismo modo este lunes se tendrá que levantar. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Una cosa tengo clara: no tienen ni idea de rugby.

Publicado en la web del diario El Mundo el día 03/10/2015: http://www.elmundo.es/opinion/2015/10/03/560ebf42ca4741f1528b4593.html