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Guillem Sartorio |
¡Zund! ¡Zund! Ese es el sonido. Un
impacto sordo de carne fibrosa chocando contra carne fibrosa, como lo que se
escucha en Jurassic Park cuando dos grandes saurios arremeten el uno
contra el otro. A pie de campo se oye mucho más. También los gritos de los
jugadores («Esquerra! Esquerra!»), y el ploch-ploch-ploch de los tacos en la
hierba fangosa. Aquí es donde te das cuenta de lo físico que es el rugby.
De niños jugábamos aquí, en el
estadio de la Unió Esportiva Santboiana (UES), al lado del viejo marcador con
números de madera, mientras el primer equipo se enfrentaba al rival de cada
domingo. Para mis hijos es distinto, claro; la obsesión paterna se ha diluido
una pizca, como mezclada con sifón. Pero en mi casa, cuando yo era un chaval,
la mayoría de cosas giraban en torno al rugby. Las visitas, las salidas, los
festivos, los amigos y los hijos de esos amigos. Era igual que en Uno de
los nuestros, pero con un balón ovalado. Como los culés que aún recitan de
carrerilla alineaciones míticas del Barça (Cruyff, Asensi, Sotil, Marcial...)yo
aún puedo listar los jugadores del equipo de mi padre: Sirvent, Pitu, Rubio,
Cos, Pep, Sogas, Rafel, Torres, Goñi, Chico, Malo, Massoni, Hilari...
Pero los tiempos han cambiado.
Estamos en el 2015, y esta mañana se celebra el UES-AMPO Ordizia. Mi padre, Sisco
Amat, ex jugador y ex vicepresidente del club, es ahora el delegado del
equipo, y por ello me encuentro tan cerca del terreno de juego. Viéndolo así no
me cabe ninguna duda: los rugbistas actuales ocupan mucho más espacio que los
de 1975. Los «gordos» no son gordos de veras, soloimponentes armarios de 120
kilos de músculo trotante, y los tirillas que aparecían junto a mi padre
en aquellas fotos sepia se han extinguido. Los zagueros o aperturas -que antes
eran mesomorfos ágiles y discretos- ahora son BESTIAS. Harry Crews siempre
habla de la cantidad de dedos amputados que veía en su pueblo natal, Bacon
(Georgia), y nuestro equivalente local son los cuellos de bisonte y las orejas
de alcachofa. En Sant Boi se veían y ven bastantes cartílagos de melé,
espachurrados como papel de plata usado, y eso tiene que doler una cosa
bárbara.
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Guillem Sartorio |
Digo «tiene» porque, por supuesto,
nunca lo sufrí en mis carnes. Yo dejé la escuela de rugby tras la temporada
1983-84. Aquello -¡ay!- no era para mí. Desde entonces pasé por varias fases de
luto, como los divorciados: mi inclinación rugbística se tornó desencanto
pasajero, luego vino el renacer de la simpatía, y de allí a la devoción
presente.
Cuando esta mañana de domingo
finalice el partido, mi padre -que tiene casi 70 años- se acercará hacia donde
estamos mi familia y yo, y de golpe saltará una valla de 1,10m con las rodillas
juntas, de un brinco, sin tomar carrerilla, y una oleada de amor y admiración
pura me tomará por sorpresa, y durante unos segundos seré de nuevo el niño
aquel que brincaba junto al marcador mientras mi padre pasaba el balón en el campo.
-Us quedeu pel tercer temps?- dirá,
al llegar a mi lado.
BRUCE EL MAORÍ
Los motivos de orgullo se amontonan,
en Sant Boi. La UES fue el equipo introductor del rugby en España, en 1921, de
la mano de su fundador, Baldiri Aleu. Su socio, el francés Michel Reynard,
empezó una tónica que continúa hoy: mudarse a Sant Boi para jugar a rugby. En
el primer equipo presente hay ingleses, australianos, samoanos, holandeses y,
de forma harto alucinante, maorís de Nueva Zelanda. Alucinante para
ustedes, digo. Los santboianos están más que acostumbrados a que cetrinos
antípodas con clavículas-ballesta se paseen sonrientes por las calles del
pueblo.
«El rugby aquí se jugaba distinto,
porque el nivel era bastante pobre», me cuentaBruce Hemara, el maorí ex All
Blacks que desde el 2010 vuelve a ser Director Técnico y entrenador de la UES. «Los
entrenos eran diferentes. Menos organizados», afirma, sonriendo, «con menos
hincapié en la técnica individual. La actitud también era distinta. Los
jugadores de aquí son muy emocionales, incluso ruidosos», ríe, «mientras que
los neozelandeses son más reservados. Pero me gustó desde el principio, también
el estilo de vida. Sabía que en España el rugby no era mayoritario, pero
tenía claro que iba a un club legendario, con mucha historia. Mi club
neozelandés se fundó en los sesenta, pero aquí las familias de rugby se
remontan a varias generaciones. Eso fue lo mejor: conocer la tradición y topar
con un club hecho por y para sus miembros. Yo me había propuesto integrarme en
la comunidad, aprender la lengua, y ser parte de esto».
EL MAORÍ SABE QUE AQUÍ TIENE UN HOGAR.
EN EL CLUB SOCIAL DE LA SANTBOIANA, SACA LA GUITARRA Y SE PONEN TODOS JUNTOS A
CANTAR JUNTO A LA BARBACOA.
Cómo un maorí temible (le llaman The
bruiser [el magullador] por los moratones que imprimía en sus rivales) terminó
viviendo en esta villa catalana es parte del mito. En 1988, cuando Hemara se
iba de gira mundial con los All Blacks, un compañero de equipo le mandó
recuerdos para «un pelirrojo de Sant Boi» que jugaba en la Selección Española.
Aquel pelirrojo era Albert Malo, quizás el más famoso jugador español de
rugby -hoy gerente del club-, y se hicieron amigotes en el tercer tiempo (otra
tradición del rugby: el ágape post-match de los contrincantes), tras el partido
en Sevilla. Esa noche Hemara estuvo de parranda con Malo, Torres, Massoni
y Marlet, de la UES. Cuatro santboianos y un maorí, de juerga por la ciudad. Aquel
primer contacto forjaría la relación de muchos maorís con el poble dels
bojos (llamado así por su hospital psiquiátrico), y en 1998 Hemara se
convirtió en su primer entrenador internacional. Desde entonces, como apunta
Sisco Amat, «cada año hay dos o tres maorís en el primer equipo».
Lo de los maorís y el rugby es casi
genético. El primer equipo de rugby neozelandés que salió de la isla en 1888 se
llamaba New Zealand Natives, y estaba compuesto casi en su totalidad por
jugadores de esa etnia. «Creo que el juego va con nuestro físico», razona
Hemara, «y también nuestra personalidad. Es un juego físico y táctico que
encaja con la naturaleza maorí. Los europeos aportaron la disciplina, que era
algo no tan maorí», bromea, «todo eso de acatar las normas». Desde el 1905,
cuando los All Blacks realizaron su primera gira internacional, los maorís
están entre los mejores rugbistas del mundo. Hemara no esconde su satisfacción
al recordar que aquella «pequeña colonia recientemente independizada»
terminase, en el espacio de 40 años, aplastando a los ingleses en «el deporte
que habían inventado».
Pero hablando de aplastar. Cuando le
menciono a Hemara que los jugadores de hoy ocupan el doble de espacio, el
entrenador no duda: «Profesionalismo. Cuando te pagan por ello te lo tomas
más en serio. En Nueva Zelanda intentamos aunar diversión con sustento.
Creo que los jugadores entrenarían duro aunque no les pagaran, pero un contrato
para ir a otro país les obliga a ser más fuertes, rápidos y hábiles. Los clubes
amateurs ofrecían a los jugadores otros incentivos: alojamiento, oportunidades
de desarrollo... Pero incluso así perdíamos jugadores cada año. Cuando
algunos empezaron a cobrar, el juego mejoró. Los profesionales que venían
de fuera contribuían a elevar el nivel y a hacer que el juego fuese más
excitante. Esto no crea envidia: los jugadores amateurs [mayoría en Sant Boi],
lo ven como una oportunidad de mejora. Y los extranjeros saben que tienen que
convertirse en parte de la comunidad, como yo hice».
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Guillem Sartorio |
Sí. Hemara sabe que esto, en mi
pueblo, es una maldita religión. «En Nueva Zelanda, el rugby de primera
división es tan importante que los rivales ya no se reúnen», afirma. «Pero
aquí, a nivel de club, el tercer tiempo aún es crucial. Son cuatro generaciones
del pueblo que levantaron esto por amor, por Sant Boi, por el rugby. En
este deporte todo gira en torno a su gente. No importa a donde vayas: dirígete
a su club de rugby y serás bienvenido. Eso es lo que me mantiene aquí. La
gente». Hemara confiesa que echa de menos a su familia, pero sabe que aquí
ha encontrado un hogar. ¿En la Barraca, el club social de la Santboiana,
cuando este maorí saca la guitarra y se ponen todos a cantar junto a la
barbacoa? Hemara es de aquí.
LA ÉTICA DEL RUGBY.
A lo largo del partido contra el
Ordizia me doy cuenta de que en el rugby pueden haber cambiado algunas cosas,
pero la ética es la misma. «Disciplina. Respeto. Diversión. Deportividad.
Espíritu de equipo», como esgrimen los inmutables cinco códigos de conducta. Un
jugador hace una falta y se disculpa al arbitro. Jugadores rivales se ayudan a
levantar los unos a los otros del suelo todo el rato, y no de la forma
melodramática que uno ve en el fútbol de élite. Las marcas se celebran con
sobriedad: un par de palmadas, unas palabras de aliento, todo al trote y de
vuelta a tu campo, como si nada. Y al final del encuentro, lo mejor: el
pasillo. Los dos equipos aplaudiéndose por orden los unos a los otros, primero
vencidos, luego vencedores. No importa la de veces que vea esto; siempre logra
emocionarme.
Qué distinto es todo ello del
espectáculo de asalariada afectación que ofrece a menudo el fútbol moderno. El
goleador que lo celebra con una cabriola preescolar, los ostentosos aspavientos
triunfales, el churrigueresco ovillo de abrazos desesperados. Como si acabasen
de anunciar por radio la liberación del París ocupado, y no un maldito gol en
la Champions. Marcado por un multimillonario, para más inri. ¿Y los
sollozos de angustia futbolera, solo porque un rival les ha acariciado el
omoplato con una pluma de cisne?
Es un martes de octubre a las 21h y
vuelvo a estar en el campo de la UES, para uno de los tres entrenos semanales.
Ha anochecido ya, y unos focos tremendos, como de camión avanzando hacia tu
cara, iluminan el campo. Empieza a caer una pequeña llovizna, suave y
británica, y de fondo solo se oye ¡ZUND! ¡ZUND! Pese a ser un mero
entreno, las trompadas son de verdad. Algunos de los jugadores andan
acolchados, pero se interceptan con toda la fuerza de sus músculos, ZONK en el
costillar y hombre al fango, y si a mí me hiciesen eso pasaría el resto de mi
vida en un pulmón artificial, escribiendo artículos como este mediante un
palitroque incrustado en la boca.
Y sin embargo, en el campo: no se oye
ni un maullido. Solo risas, y gritos tácticos, y el ocasional eructo.
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Guillem Sartorio |
Uno de los chicos, tras una jugada
que ha terminado en topetazo colosal, se acerca hacia el banquillo, escupiendo
al césped y palpándose el labio, y cuando llega allí abre la boca y enseña
que le han partido un cacho de diente. En un entreno. Tan pancho lo dice,
y luego bebe un trago de agua, escupe otra vez y vuelve a adentrarse en el
campo, bajo la llovizna.
Yo miro a mi padre y él se ríe,
porque sabe que estas cosas me tocan la fibra. Esa dureza. Cuando empieza el
lanzamiento de touch y unos cuantos jugadores se colocan en línea,
dos de ellos levantando al más alto del equipo para que intercepte el balón, la
imagen de un gigante rubio (Jamie Chipman, otro kiwi) elevándose al cielo con
los brazotes en alto, tras aquella cortina de lluvia, se me antoja de una
belleza imposible.
Toda la potencia, la determinación
con punto focal, el esprit de corps, ¿la intensidad? Merece la pena firmar
por algo así, ahora lo veo.
Merece la pena, por narices.
Publicado en la web del diario El Mundo el día 01/11/2015: http://www.elmundo.es/papel/historias/2015/11/01/5632289cca4741f1038b462d.html