domingo, 13 de diciembre de 2015

Herrero del Rugby por Ovidiu Muresan




En un día tranquilo de invierno, en un humilde pueblo a los pies de una gran montaña, el único sonido que se escucha en todo el poblado es el martilleo procedente de la herrería local.
             Después de un laborioso día de trabajo, el herrero invita a su aprendiz a sentarse junta a él y compartir los manjares, que con mucho cariño preparó su esposa. Durante la comida el herrero pensó que sería un buen momento para que su aprendiz aprendiese una nueva lección.
             — Muchacho, ¿conoces lo que es el rugby?
             — ¿Rugby, aquel deporte de brutos?
             Ante las palabras de su aprendiz el herrero suelta una gran carcajada que hace temblar los témpanos de hielo.
             — Pues sí, aquel deporte de brutos jugado por caballeros. ¿Sabías que, un buen herrero es parecido a un buen entrenador de rugby?—el aprendiz arquea una ceja de asombro y deja continuar a su maestro. — Verás, el objetivo de un buen herrero es convertir cualquier material que se presenta en un arma letal; el objetivo de un entrenador de rugby es convertir a cualquiera en un buen jugador, eso si no letal. Da igual de que pasta estás hecho un buen entrenador saber cómo moldearte para convertirte en algo grande. Al igual que muchos materiales de la herrería, que requieren de más o menos preparación para ser un arma, lo mismo pasa con las personas para convertirse en un jugador de rugby. Eso sí, como no de todo se puede hacer un arma, también hay gente que no está hecha para el rugby. ¿Has visto alguna vez algún partido?
             — No — responde tímidamente el aprendiz mientras intenta engullir un trozo pan.
             — ¿En serio? Vives cerca de un campo con tal fin y nunca te has acercado a ver a esos grandes hombres en acción. Pobre ignorante. Pues el próximo fin de semana quiero que estés junto a mí en el campo y admirar la grandeza de los quince magníficos.
             >>Verás al zaguero, el último bastión, si el  cae se ha perdido una batalla, pero no la guerra. Para asistir al zaguero están los alas, dos magníficos atletas, que igual que las flechas, una vez lanzados vuelvan hasta alcanzar su objetivo o chocar con algún obstáculo. Junto a los alas está el tridente, tres grandes hombre, fuerte y rápidas, cuyo objetivo es romper con rapidez la filas del contrario. La dirección en la que se lanza el tridente la dirige el medio – melé, una pequeña bomba, que puede estallar en cualquier momento, y cuando estalla es cono una señal para ocho bestias a ponerse las pilas.
             >>Para acabar termino con las ocho bestias que juntos forman una estructura tan fuerte como un ariete, la melé. Esta estructura la forma, en primera línea, una cabeza de acero apoyada en dos pilares. Para ayudar a mover el gran ariete, la segunda línea, la forma dos altos hombres. El resto de la melé lo forma tres jugadores, que son como dagas, tienen que ser rápidos y precisos cuando la melé se desmonta.
             >>Juntos los ocho forman una gran estructura estable, pero por separado van de tres en tres, y hacen temblar la tierra y al oponente a su paso. Gracias a su trabajo el medio – melé puede poner a los demás jugadores en juego. Todos en el equipo tienen sus papeles, unos papeles escritos por un gran entrenador, que ha moldeado uno a uno, juntos y por separado a los jugadores de un equipo de rugby. Tras cada gran partido los dos equipos se reúnen en la taberna local y celebran ya sea una victoria o una derrota, ya que cuando el árbitro da por terminado el partido, poco importa a veces el resultado, si lo que se ha entrenado a salido como se esperaba. ¿Entonces, estarás conmigo para verles?
             El aprendiz se queda un momento callado y  de un salto y a pleno pulmón grita:
             — Estaré allí para dar mi apoyo al equipo…

lunes, 23 de noviembre de 2015

La Columna por L. Kedzie


La estructura de un equipo de rugby responde a una distribución muy concreta de los puestos de los jugadores que permanece inalterada a través de los tiempos, las naciones y el nivel de los equipos.

Pero el jugador no es tan sólo lo que diga el número de su dorsal, sino que forma parte de varios subgrupos dentro del equipo, cada vez más específicos, hasta llegar a su puesto concreto. La pertenencia a uno u otro de estos subgrupos va definiendo desde lo más general hasta lo más individualizado sus tareas durante el juego.

Lo primero y principal, es un jugador de rugby. Alguien que practica un deporte especial, de gran dureza y exigencia física, cuya combinación de agresividad y de valores como el sacrificio, el compromiso y el respeto, lo cargan de ciertos tintes heróicos.

Enseguida encontramos la primera división. Por un lado están los delanteros y por otro, los tres cuartos. Ya esta separación determina el destino vital del jugador. El tres cuartos se llevará a todas las chicas y el delantero gestionará los acalorados intercambios de opinión con desconocidos en los bares. Ahora en serio, dicen los franceses que un equipo de rugby necesita hombres capaces de cargar un piano y otros hombres capaces de tocarlo. Los delanteros son grandes y fuertes en extremo porque se encargan de la sagrada tarea de la conquista del balón. Forman la melé, disputan la touche y batallan sin cuartel por cada posesión para que los tres cuartos, potentes y veloces, dispongan de balones para finalizar las jugadas con ensayos.

Dentro de cada uno de estos dos grandes grupos, conviven una serie de subgrupos. En la delantera se dividen por su posición en la melé. Así, tenemos primeras, segundas o terceras líneas. Los tres cuartos, son medios, centros, alas o zagueros. Y por fin, cada uno ocupa su puesto específico, con sus tareas, sus obligaciones, sus responsabilidades, sus características que lo hacen único.

Esta es la división típica de los jugadores de un equipo que todo el mundo conoce y distingue. Pero dentro de este esquema clásico se esconde una combinación estratégica de jugadores, una cadena de piezas clave de cuya habilidad depende el destino del equipo. Este grupo especial es conocido como la columna y, como su propio nombre indica, se trata de una estructura sobre la que se asienta el juego de todo el equipo. Un eje principal de jugadores excepcionales que son los que generan el juego.

En la existencia de esta columna queda patente la perfección casi matemática con la que está diseñada la formación de un equipo de rugby. No es en absoluto casualidad que los jugadores que forman esta mágica combinación sean precisamente los cinco jugadores del grupo que no tienen pareja en el campo.

Entre los XV de un equipo de rugby conviven varias parejas que comparten denominación. Hay dos pilieres, dos segundas, dos terceras ala, dos centros y dos alas. No son puestos idénticos (no es lo mismo ser pilier derecho que pilier izquierdo, por ejemplo), pero sí lo suficientemente parecidos como para que tengan el mismo nombre.

Y después están los jugadores únicos, los que no tienen doble en el campo. Estos son los que forman la columna. Hablamos de: talonador, tercera centro, medio melé, apertura, zaguero.
Estos son los puestos clave del equipo, donde todo entrenador sensato alineará a sus mejores hombres y cuya disposición casi anatómica sobre el terreno de juego puede incluso verse a vista de pájaro, cuando el equipo se prepara para una melé.

Dentro de la columna están los creadores, fuera, los currantes, los ejecutores (grandísimos ejecutores, sin duda, en muchas ocasiones).

Raro es el equipo en el que el talonador no es un líder nato. Dirige la melé desde el frente, poniendo su cuerpo al límite para asegurar la posesión para su equipo en esta fase de conquista fundamental. Además, sobre sus hombros recae nada menos que la enorme responsabilidad de sacar la touche (labor casi artesanal que, a base de horas de entrenamiento y repetición, debe alcanzar la perfección técnica).

Si el talonador comanda desde primera línea, el tercera centro (también conocido sencillamente como nº 8, por el dorsal de su camiseta), lo hace desde la retaguardia de la melé. Este jugador es algo así como el delantero total. Cierra la melé, encargándose de la salida del balón, de su cuidado y defensa y debe reunir capacidades físicas y técnicas propias de un superhombre, que van desde la fuerza y contundencia de los primeras y segundas (el tight five, que dicen los ingleses) en los puntos de encuentro, a la habilidad para cubrir campo tanto en ataque como en defensa, propia de la tercera línea de la que forma parte. En definitiva, fuerte como un pilier y ágil como un flanker.

Aunque medio melé y apertura son conocidos como los dos medios (el nombre completo del apertura es en realidad “medio de apertura”), no forman una pareja como tal, en el sentido en que lo son los centros o los alas. Sus funciones son muy diferentes aunque igual de importantes dentro del equipo y, si bien la conexión medio melé-apertura es crucial durante el juego, no lo es menos la que debe existir entre nº 8 y medio melé, de cuya alianza depende en gran medida el éxito del lanzamiento del juego. Sin duda, la cadena nº 8-medio melé-apertura es el núcleo duro de la columna, algo así como el condensador de “fluzo” del equipo.

El medio melé dirige a la delantera, el apertura dirige a la línea de tres cuartos. El devenir del juego se decide en su cabeza. Ambos manejan con la máxima destreza el balón, tanto a la mano como con el pie. El pase del medio melé ha de ser perfecto. El apertura debe tener un guante en el pie.

Y por último, cerrando la columna, está el zaguero. Aquí tenemos al último bastión, el guardián entre el centeno responsable de la defensa de su territorio, para lo cual cuenta con dos armas fundamentales: un placaje demoledor, que normalmente debe aplicar a jugadores lanzados a máxima velocidad y una patada tan depurada como la de un apertura. Los zagueros de corte más defensivo concentran toda su energía en desarrollar a la perfección estas funciones, pero lo ideal es contar con un zaguero que posea también buenas dotes para el ataque para que, sumándose a la línea en el momento decisivo, pueda suponer el revulsivo necesario para dar el golpe de gracia.

La columna es la raíz vital por la que fluye el sistema nervioso de un equipo, dando vida al resto de componentes. De ella mana el rugby y del resto de jugadores depende su ejecución exitosa. Pero una cosa está clara, si la columna no funciona, no hay rugby que jugar.

Extraído de: http://www.jotdown.es/2011/12/la-columna/


lunes, 16 de noviembre de 2015

De Nueva Zelanda a Sant Boi por el rugby: Un "All Black" en Cataluña por Kiko Amat.

Guillem Sartorio



¡Zund! ¡Zund! Ese es el sonido. Un impacto sordo de carne fibrosa chocando contra carne fibrosa, como lo que se escucha en Jurassic Park cuando dos grandes saurios arremeten el uno contra el otro. A pie de campo se oye mucho más. También los gritos de los jugadores («Esquerra! Esquerra!»), y el ploch-ploch-ploch de los tacos en la hierba fangosa. Aquí es donde te das cuenta de lo físico que es el rugby.

De niños jugábamos aquí, en el estadio de la Unió Esportiva Santboiana (UES), al lado del viejo marcador con números de madera, mientras el primer equipo se enfrentaba al rival de cada domingo. Para mis hijos es distinto, claro; la obsesión paterna se ha diluido una pizca, como mezclada con sifón. Pero en mi casa, cuando yo era un chaval, la mayoría de cosas giraban en torno al rugby. Las visitas, las salidas, los festivos, los amigos y los hijos de esos amigos. Era igual que en Uno de los nuestros, pero con un balón ovalado. Como los culés que aún recitan de carrerilla alineaciones míticas del Barça (Cruyff, Asensi, Sotil, Marcial...)yo aún puedo listar los jugadores del equipo de mi padre: Sirvent, Pitu, Rubio, Cos, Pep, Sogas, Rafel, Torres, Goñi, Chico, Malo, Massoni, Hilari...

Pero los tiempos han cambiado. Estamos en el 2015, y esta mañana se celebra el UES-AMPO Ordizia. Mi padre, Sisco Amat, ex jugador y ex vicepresidente del club, es ahora el delegado del equipo, y por ello me encuentro tan cerca del terreno de juego. Viéndolo así no me cabe ninguna duda: los rugbistas actuales ocupan mucho más espacio que los de 1975. Los «gordos» no son gordos de veras, soloimponentes armarios de 120 kilos de músculo trotante, y los tirillas que aparecían junto a mi padre en aquellas fotos sepia se han extinguido. Los zagueros o aperturas -que antes eran mesomorfos ágiles y discretos- ahora son BESTIAS. Harry Crews siempre habla de la cantidad de dedos amputados que veía en su pueblo natal, Bacon (Georgia), y nuestro equivalente local son los cuellos de bisonte y las orejas de alcachofa. En Sant Boi se veían y ven bastantes cartílagos de melé, espachurrados como papel de plata usado, y eso tiene que doler una cosa bárbara.

Guillem Sartorio

Digo «tiene» porque, por supuesto, nunca lo sufrí en mis carnes. Yo dejé la escuela de rugby tras la temporada 1983-84. Aquello -¡ay!- no era para mí. Desde entonces pasé por varias fases de luto, como los divorciados: mi inclinación rugbística se tornó desencanto pasajero, luego vino el renacer de la simpatía, y de allí a la devoción presente.

Cuando esta mañana de domingo finalice el partido, mi padre -que tiene casi 70 años- se acercará hacia donde estamos mi familia y yo, y de golpe saltará una valla de 1,10m con las rodillas juntas, de un brinco, sin tomar carrerilla, y una oleada de amor y admiración pura me tomará por sorpresa, y durante unos segundos seré de nuevo el niño aquel que brincaba junto al marcador mientras mi padre pasaba el balón en el campo.

-Us quedeu pel tercer temps?- dirá, al llegar a mi lado.

BRUCE EL MAORÍ

Los motivos de orgullo se amontonan, en Sant Boi. La UES fue el equipo introductor del rugby en España, en 1921, de la mano de su fundador, Baldiri Aleu. Su socio, el francés Michel Reynard, empezó una tónica que continúa hoy: mudarse a Sant Boi para jugar a rugby. En el primer equipo presente hay ingleses, australianos, samoanos, holandeses y, de forma harto alucinante, maorís de Nueva Zelanda. Alucinante para ustedes, digo. Los santboianos están más que acostumbrados a que cetrinos antípodas con clavículas-ballesta se paseen sonrientes por las calles del pueblo.

«El rugby aquí se jugaba distinto, porque el nivel era bastante pobre», me cuentaBruce Hemara, el maorí ex All Blacks que desde el 2010 vuelve a ser Director Técnico y entrenador de la UES. «Los entrenos eran diferentes. Menos organizados», afirma, sonriendo, «con menos hincapié en la técnica individual. La actitud también era distinta. Los jugadores de aquí son muy emocionales, incluso ruidosos», ríe, «mientras que los neozelandeses son más reservados. Pero me gustó desde el principio, también el estilo de vida. Sabía que en España el rugby no era mayoritario, pero tenía claro que iba a un club legendario, con mucha historia. Mi club neozelandés se fundó en los sesenta, pero aquí las familias de rugby se remontan a varias generaciones. Eso fue lo mejor: conocer la tradición y topar con un club hecho por y para sus miembros. Yo me había propuesto integrarme en la comunidad, aprender la lengua, y ser parte de esto».

EL MAORÍ SABE QUE AQUÍ TIENE UN HOGAR. EN EL CLUB SOCIAL DE LA SANTBOIANA, SACA LA GUITARRA Y SE PONEN TODOS JUNTOS A CANTAR JUNTO A LA BARBACOA.

 Cómo un maorí temible (le llaman The bruiser [el magullador] por los moratones que imprimía en sus rivales) terminó viviendo en esta villa catalana es parte del mito. En 1988, cuando Hemara se iba de gira mundial con los All Blacks, un compañero de equipo le mandó recuerdos para «un pelirrojo de Sant Boi» que jugaba en la Selección Española. Aquel pelirrojo era Albert Malo, quizás el más famoso jugador español de rugby -hoy gerente del club-, y se hicieron amigotes en el tercer tiempo (otra tradición del rugby: el ágape post-match de los contrincantes), tras el partido en Sevilla. Esa noche Hemara estuvo de parranda con Malo, Torres, Massoni y Marlet, de la UES. Cuatro santboianos y un maorí, de juerga por la ciudad. Aquel primer contacto forjaría la relación de muchos maorís con el poble dels bojos (llamado así por su hospital psiquiátrico), y en 1998 Hemara se convirtió en su primer entrenador internacional. Desde entonces, como apunta Sisco Amat, «cada año hay dos o tres maorís en el primer equipo».

Lo de los maorís y el rugby es casi genético. El primer equipo de rugby neozelandés que salió de la isla en 1888 se llamaba New Zealand Natives, y estaba compuesto casi en su totalidad por jugadores de esa etnia. «Creo que el juego va con nuestro físico», razona Hemara, «y también nuestra personalidad. Es un juego físico y táctico que encaja con la naturaleza maorí. Los europeos aportaron la disciplina, que era algo no tan maorí», bromea, «todo eso de acatar las normas». Desde el 1905, cuando los All Blacks realizaron su primera gira internacional, los maorís están entre los mejores rugbistas del mundo. Hemara no esconde su satisfacción al recordar que aquella «pequeña colonia recientemente independizada» terminase, en el espacio de 40 años, aplastando a los ingleses en «el deporte que habían inventado».


Pero hablando de aplastar. Cuando le menciono a Hemara que los jugadores de hoy ocupan el doble de espacio, el entrenador no duda: «Profesionalismo. Cuando te pagan por ello te lo tomas más en serio. En Nueva Zelanda intentamos aunar diversión con sustento. Creo que los jugadores entrenarían duro aunque no les pagaran, pero un contrato para ir a otro país les obliga a ser más fuertes, rápidos y hábiles. Los clubes amateurs ofrecían a los jugadores otros incentivos: alojamiento, oportunidades de desarrollo... Pero incluso así perdíamos jugadores cada año. Cuando algunos empezaron a cobrar, el juego mejoró. Los profesionales que venían de fuera contribuían a elevar el nivel y a hacer que el juego fuese más excitante. Esto no crea envidia: los jugadores amateurs [mayoría en Sant Boi], lo ven como una oportunidad de mejora. Y los extranjeros saben que tienen que convertirse en parte de la comunidad, como yo hice».

Guillem Sartorio

Sí. Hemara sabe que esto, en mi pueblo, es una maldita religión. «En Nueva Zelanda, el rugby de primera división es tan importante que los rivales ya no se reúnen», afirma. «Pero aquí, a nivel de club, el tercer tiempo aún es crucial. Son cuatro generaciones del pueblo que levantaron esto por amor, por Sant Boi, por el rugby. En este deporte todo gira en torno a su gente. No importa a donde vayas: dirígete a su club de rugby y serás bienvenido. Eso es lo que me mantiene aquí. La gente». Hemara confiesa que echa de menos a su familia, pero sabe que aquí ha encontrado un hogar. ¿En la Barraca, el club social de la Santboiana, cuando este maorí saca la guitarra y se ponen todos a cantar junto a la barbacoa? Hemara es de aquí.

LA ÉTICA DEL RUGBY.

A lo largo del partido contra el Ordizia me doy cuenta de que en el rugby pueden haber cambiado algunas cosas, pero la ética es la misma. «Disciplina. Respeto. Diversión. Deportividad. Espíritu de equipo», como esgrimen los inmutables cinco códigos de conducta. Un jugador hace una falta y se disculpa al arbitro. Jugadores rivales se ayudan a levantar los unos a los otros del suelo todo el rato, y no de la forma melodramática que uno ve en el fútbol de élite. Las marcas se celebran con sobriedad: un par de palmadas, unas palabras de aliento, todo al trote y de vuelta a tu campo, como si nada. Y al final del encuentro, lo mejor: el pasillo. Los dos equipos aplaudiéndose por orden los unos a los otros, primero vencidos, luego vencedores. No importa la de veces que vea esto; siempre logra emocionarme.

Qué distinto es todo ello del espectáculo de asalariada afectación que ofrece a menudo el fútbol moderno. El goleador que lo celebra con una cabriola preescolar, los ostentosos aspavientos triunfales, el churrigueresco ovillo de abrazos desesperados. Como si acabasen de anunciar por radio la liberación del París ocupado, y no un maldito gol en la Champions. Marcado por un multimillonario, para más inri. ¿Y los sollozos de angustia futbolera, solo porque un rival les ha acariciado el omoplato con una pluma de cisne?

Es un martes de octubre a las 21h y vuelvo a estar en el campo de la UES, para uno de los tres entrenos semanales. Ha anochecido ya, y unos focos tremendos, como de camión avanzando hacia tu cara, iluminan el campo. Empieza a caer una pequeña llovizna, suave y británica, y de fondo solo se oye ¡ZUND! ¡ZUND! Pese a ser un mero entreno, las trompadas son de verdad. Algunos de los jugadores andan acolchados, pero se interceptan con toda la fuerza de sus músculos, ZONK en el costillar y hombre al fango, y si a mí me hiciesen eso pasaría el resto de mi vida en un pulmón artificial, escribiendo artículos como este mediante un palitroque incrustado en la boca.

Y sin embargo, en el campo: no se oye ni un maullido. Solo risas, y gritos tácticos, y el ocasional eructo.

Guillem Sartorio
Guillem Sartorio

Uno de los chicos, tras una jugada que ha terminado en topetazo colosal, se acerca hacia el banquillo, escupiendo al césped y palpándose el labio, y cuando llega allí abre la boca y enseña que le han partido un cacho de diente. En un entreno. Tan pancho lo dice, y luego bebe un trago de agua, escupe otra vez y vuelve a adentrarse en el campo, bajo la llovizna.

Yo miro a mi padre y él se ríe, porque sabe que estas cosas me tocan la fibra. Esa dureza. Cuando empieza el lanzamiento de touch y unos cuantos jugadores se colocan en línea, dos de ellos levantando al más alto del equipo para que intercepte el balón, la imagen de un gigante rubio (Jamie Chipman, otro kiwi) elevándose al cielo con los brazotes en alto, tras aquella cortina de lluvia, se me antoja de una belleza imposible.

Toda la potencia, la determinación con punto focal, el esprit de corps, ¿la intensidad? Merece la pena firmar por algo así, ahora lo veo.

Merece la pena, por narices.

Publicado en la web del diario El Mundo el día 01/11/2015: http://www.elmundo.es/papel/historias/2015/11/01/5632289cca4741f1038b462d.html


lunes, 9 de noviembre de 2015

Nosotros, los minoritarios por Pedro Simón

Sé que va a ser complicado hacerte entender. Lo sé. Sé que las apariencias te tienen engañado. Sé que cuando miras de reojo al televisor en el pub irlandés sólo ves un amasijo de orcos entrelazados haciendo el bestia. Pero España sería un país mejor si la gente leyera más, escuchara con menos prejuicios, no gritara tanto y le tuviera un poco más de respeto al rugby. Habría menos defraudadores de Hacienda. Entenderíamos mejor al de al lado. El oprobio caería sobre los mentirosos y los indolentes. Los de Ryanair no nos tratarían como nos tratan. Y, sobre todo, habría menos violencia.

Reconozco que entré con los recelos propios de la leyenda. Estás mandando a los niños al Saigón de los 70, me decían. Estás enviando a los chicos a Magaluf, con ingleses de dos metros. Así que cuando los dos hijos volvieron del primer entrenamiento, la madre los abrazó como en la serie de 'Marco' y les anduvo contando los brazos, piernas y dedos durante el fin de semana. Una y otra vez. En efecto, todas las partes del cuerpo seguían en su sitio.

Para uno, que se ha criado viendo cómo los padres piensan que tienen a un futuroMessi en casa, que ha visto a niños de 10 años temblando en la cancha a causa del progenitor vociferante de la banda; para uno, les decía, aquello fue como una revelación.

Allí estaba el cartel en el viejo campito de rugby, comido por el óxido pero no por el olvido: «Mensaje para los papás: si quiere un campeón en casa, entrénese. Por lo demás, deje jugar en paz y feliz a su hijo».

(...)

Dos esguinces más tarde y una pequeña brecha después (para qué les voy a negar: sólo una pequeña brecha en tres años), hemos aprendido mucho más de lo que pensábamos. El padre que los lleva y los trae. La suegra que dudaba. Y hasta algunos compañeros de clase que prefieren (¿preferían?) la pelota redonda a la oval.

Dentro de un campo de rugby no existen los amigos. Y ello es porque enfrente tienes a los contrincantes y al lado tienes a tus hermanos. Uno no pasa de largo en la vida si ves a un tipo en el suelo. Ni hace ostentación de la victoria como si fuera un primate. Uno tiende la mano, no la pisa. Y si algún día te caes (que te caerás), te levantas.

Hoy, en la habitación infantil, junto a una imagen de Fernando Torres hay un póster en el que cinco 'rugbiers' esperan la acometida de una manada de rinocerontes. Deberían verlos. Son cinco rinocerontes 'elefantiásicos', grandes como dudas, del tamaño de un piso de tres plantas. Enfrente les esperan otros tantos jugadores hasta el cuello de barro. Diminutos en la comparación. Se lee: «Encara siempre lo que venga».

Les estamos esperando. A todos ustedes. A los que creen que un tercio es más que un tres cuartos y a los que piensan que mandamos a nuestros hijos a la guerra. Les estamos esperando con emoción y con hambre. Con un montado de panceta en una mano y una cerveza en la otra. Porque igual les vamos a dar el abrazo. Los deportes minoritarios somos así.

Lo dijo con otras palabras el gran Eduardo Sacheri, que acierta siempre que escribe pero que se confundió de deporte: él prefiere el fútbol, vaya.

Hay quienes sostienen que el rugby no tiene absolutamente nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales, con la reconciliación, con el civismo, con un tipo que se ha quedado sin empleo y del mismo modo este lunes se tendrá que levantar. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Una cosa tengo clara: no tienen ni idea de rugby.

Publicado en la web del diario El Mundo el día 03/10/2015: http://www.elmundo.es/opinion/2015/10/03/560ebf42ca4741f1528b4593.html


lunes, 6 de julio de 2015

Nicolás Pueta: un ejemplo del mundo del Rugby que no podes dejar de leer. "Pesquisa Ciudadana"



Nicolás Pueta es un ejemplo de superación de esos que vale la pena saber. Jugador de San Andrés, supo sobrellevar los obstáculos físicos para disfrutar del rugby, su gran pasión.



Estos obstáculos que a otros los dejarían fuera de competencia, fueron el motor para que Nico, tercera línea, pusiera todas sus ganas en el Rugby.

A pesar de su malformación congénita, Nico siempre quiso ser un jugador más. Esto le hizo acreedor de los premios “Espíritu del Rugby IRB”, Cap Honorífico URBA y ser nombrado “Leyenda del Rugby”.

Esta historia de amor con la ovalada no siempre fue un lecho de rosas. Existieron médicos que recomendaban que no jugara, los primeros entrenamientos fueron duros. Pero la convicción y el amor por el Rugby pudieron más.














“No era tan romántico. Yo estaba convencido y la respuesta negativa para mí no era suficiente. No iba a descansar hasta, por lo menos, probar. Si yo jugaba y comprobaba que no servía para nada, yo soy el peor crítico de todos…”

“El Rugby en mi vida es todo. Por el Rugby, pude conocer gente, lugares, amigos, conocerme más a mí mismo, compartir situaciones. Hoy, por ejemplo, me dedico a hacer giras deportivas y doy charlas de motivación.”

Nico incluso tuvo una carrera internacional. Fue a hacer un intercambio a Inglaterra y jugó para Whitley Bay Rockcliff RFC, de la segunda división regional del noroeste y luego en Holanda para Maastricht Maraboes RC, del ascenso.




















Nico nos deja una lección, la única lucha que se pierde es la que se abandona.

Extraído de: http://pesquisaciudadana.com/nicolas-pueta-un-ejemplo-del-mundo-del-rugby-que-no-podes-dejar-de-leer/

Rugby, placaje a la exclusión por Pedro Gorospe.





Jóvenes con síndrome de Down entrenan en Vitoria para superarse y participar en el primer Torneo Mundial de Rugby Inclusivo que se celebrará del 17 al 21 de agosto en Bradford, Inglaterra

David Izquierdo da instrucciones al equipo. Alberto es el sexto
por la izquierda. Ana la tercera chica por la derecha. /L. RICO


“El rugby es un deporte de caballeros, un deporte noble, y ellos son los más nobles”, afirma David Izquierdo. “Ellos” son un grupo de chicos y chicas con síndrome de Down que compiten en el equipo
de Vitoria Escor Gaztedi Down Araba junto a otros sin discapacidad, y David es su entrenador. Llevan dos años jugando y hace 10 días compitieron en el primer torneo nacional de rugby inclusivo, que se celebró en la capital alavesa, entre los tres equipos de España, el Escor Gaztedi, el valenciano Cullera Clan TRI Espurna y el Rugby Club Egea Adisciv, de Zaragoza.

Lo que empezó como un experimento con dudas incluso de los padres “ahora lo vivimos todos con los sentimientos a flor de piel. Cada jugada, cada touchdown, cada punto que consiguen es un logro inimaginable para ellos”, comenta Moisés San Mateo, presidente del club vitoriano. En la escuela del Gaztedi ingresan como cualquier otro adolescente los menores de 16 años con síndrome de Down, y ese esfuerzo de inclusión ha tenido premio. El equipo ha sido invitado a participar en el Primer Torneo Mundial de Rugby Inclusivo (MARWT 2015), que se celebrará del 17 al 21 de agosto en Bradford, Inglaterra, y los jugadores están doblemente emocionados.

No cambio esto por nada, ahora creo que no sé qué hubiera hecho sin el rugby”, explica Ana Pérez. Tiene 29 años, el cromosoma 21 alterado y juega de 12, dice orgullosa de carrerilla. Izquierdo la define como una jugadora poderosa en ataque y fuerte para placar a los rivales. Junto a ella, vestido con la elástica del equipo, roja y negra, está Alberto Aguirre. También tiene 29 años y juega de 8, en la tercera línea. Tiene un trabajo difícil en el equipo controlando el movimiento de la melé y haciendo de transmisión entre la defensa y el ataque. “Cuando me dijeron que iba a jugar a rugby me pareció flipante, me gusta mucho, mucho, mucho”, declaraba el pasado jueves un minuto antes de salir al campo.

El de Bradford va a ser el primer torneo de estas características que se celebra en Europa. Organizado por el International Mixed Ability Sports (IMAS), tiene como objetivo romper los estereotipos entre las personas con y sin discapacidad, dándole al juego una perspectiva educativa. “El rugby les dice que son necesarios e iguales, que sus manos y sus piernas, sus cabezas, son necesarias, y que el deporte cuenta con ellos para progresar, para ganar o perder, pero sobre todo para evolucionar”, explica Izquierdo, y ese mensaje positivo choca con lo que muchas veces escuchan a diario. Los jugadores destilan pasión por lo que hacen y según sus familias algo está cambiando en su interior y en su exterior. Ganaron un partido y perdieron otro en el triangular, pero avanzaron contra la exclusión, contra su propia exclusión. El juego es ya una parte insustituible de su vida. “Es lo mejor que me ha pasado nunca”, dice sin dudar Ana con una sonrisa cómplice.

Artículo publicada en el diario El Pais el día 23 de junio de 2015: http://ccaa.elpais.com/ccaa/2015/06/14/paisvasco/1434295435_877750.html

viernes, 5 de junio de 2015

Rugby de barras y estrellas por Victor Rodríguez.


No sin cierta tristeza y sólo cuatro días después de jugar mi último partido de liga con el Rivas, dejé España para pasar casi tres meses en tierras norteamericanas.
Tampoco diré que fue una completa sorpresa comprobar que se jugaba al rugby, pues, (bendita era de la comunicación) había cotilleado en internet los equipos de Pittsburgh para ver si podía ir al campo a ver algún partidillo y así matar un poco el mono de balón oval.
Lo que si fue algo totalmente inesperado fue la forma de encontrarme a sus jugadores.

Estaba yo en un gimnasio al que me habían invitado a una prueba de quince días, cuando me encuentro con un hombre cuyo aspecto sólo se puede definir como Pilier, sudando en un banco con dos mancuernas y una camiseta que pone “Ask me about Pittsburgh Highlanders Rugby”.
No me pude resistir y me acerqué a contarle que yo jugaba al rugby en España, y que qué casualidad y esas cosas.
En esto que se acercó otro colega con el que al parecer jugaba en el equipo y yo vi el momento de soltarles que me gustaría ir a verles uno de estos fines de semana.

El recién llegado me mira unos segundos y me dice “¿Tienes botas?” No creí entenderle bien así que le pido que me repita y me dice “Que si te apetece podrías jugar el próximo sábado en unos amistosos que organizamos para universitarios”


¡No me lo podía creer, vaya suerte! Y sólo llevaba  una semana y poco.
Estaba emocionado con la posibilidad. Encontrar botas de rugby en Estados Unidos es misión imposible, hay mucho de fútbol americano, pero los precios eran normales, tirando a caros, así que Kevin, así se llamaba, me dijo que seguro que alguien me podía dejar unas.

Así que el siguiente sábado a las nueve de la mañana estaba yo en unos campos de fútbol (de soccer como dicen aquí) de las afueras con jugadores de seis equipos masculinos y seis equipos femeninos que se disponían a jugar el Jeff Hewitt Memorial.

¡Qué emoción! Busqué a mis nuevos colegas en una especie de campa central donde vendían hamburguesas y bebidas y allí estuve informándome un poco, pues reconozco que había ido sin saber muy bien que es lo que iba a hacer (Y seguía sin botas).

Allí me explicaron que era un torneo anual que organizaban los Highlanders para universitarios y en el que ellos no competían. Así, conocían y se daban a conocer entre los equipos de la zona para que los chavales se apuntasen al equipo.
La mayoría de los equipos eran de cerca pero también había alguno de universidades a cientos de kilómetros en West Virginia o Maryland. 
Mi misión sería reforzar los equipos que no tenían gente suficiente.

El siguiente partido tardaba casi una hora en comenzar así que me dediqué a vagar un poco y enterarme de peculiaridades del rugby en Estados Unidos.
Parece ser que la mayoría de la gente que por allí andaba, había jugado al fútbol americano en el instituto, y cuando van a la universidad se encuentran con equipos de rugby, hay en casi todas las universidades, y así es como esta gente empieza a dar sus primeros pasos en el rugby. 



Hay que tener en cuenta que en USA no se va a la universidad sólo a hacer carreras, cualquier formación después del instituto se hace, básicamente, alrededor de los Colleges.
Así que desde un estudiante de filosofía a alguien que hace un curso de mecánica de motores diésel se acercan a este deporte en la universidad. Después buscan un equipo senior como el Pittsburgh Highlanders, que juega, como el Rivas, en tercera regional y siguen con su deporte.

Y allí estaba yo viendo partidos.

Mucha gente joven, muchos padres y amigos, en torno a tres patatales con más barro que césped y

para nada planos, con palos hechos de PVC bastante fino y curvilíneo sobre porterías de fútbol. Mucho del material proviene del ejercito, o de la guardia nacional, que tiene programas de patrocinio y esas cosas, así que no es raro que los escudos, los sacos o los cubre-palos tengan rótulos de National Guard o Army.

He comprobado que el rugby norteamericano tiene mucho de espíritu y pocos medios materiales: campos sin grada, duchas, vestuario o ni tan siquiera un baño; pero chavales de 19 años que se hacen 300 km en su coche particular cada fin de semana para competir en una universidad cercana, pelean el balón con mucha ferocidad y una técnica no demasiado refinada, y que se levantan una y otra vez patinando sobre el barro omnipresente en zonas con tanta lluvia como son las del oeste de los Apalaches.

Al rato me llamaron; un chaval gigantón, como yo, llamado Kyle, tenía unas botas extra de mi talla (un poco más grandes en realidad, un 49) en su coche. Me dieron las botas, me dieron una camiseta  blanca, dorada y azul, no se si de West Chester, y me dijeron que necesitaban un delantero.


Diez minutos para calentar y algunas consignas de melé y touch y ¡a jugar!

Fue una auténtica pasada, no diré que había técnica refinada ni jugadas complejas, pues la mayoría era la primera temporada que jugaban al rugby y al menos tres debutaban en este día. Pero fue tremendamente divertido.

Al terminar comimos unas hamburguesas mientras escuchábamos música y veíamos jugar a otros equipos. 

Ya por la tarde jugué sólo un tiempo con otros chavales que se habían quedado con uno menos por una lesión repentina.

Feliz, ya estaba recogiendo, cuando Kevin se acercó y me dijo que por qué no jugaba un amistoso con los Pittsburgh Highlanders B el sábado siguiente.
El segundo equipo jugaba a continuación del primer equipo y no es que tuviesen gente de sobra, algunos iban a jugar los 160 minutos, así que todo jugador era bienvenido para echar una mano. No lo dudé un minuto ¡Claro!


Así, el jueves fui a entrenar con ellos. Por no extenderme diré que, aparte de carecer de vestuarios o duchas, los entrenamientos son similares a los nuestros.
Algún toque americano por aquí o por allí, como subir una pendiente pronunciada a la carrera tras el capitán, al terminar un ejercicio, tocar una roca en lo alto, bajar y repetir.

A destacar un momento muy propio de los valores del rugby, cuando, el entrenador había dado por terminado el entrenamiento pues la hora se echaba encima, antes de que se dispersaran, el capitán, un segunda de dos metros largos, reunió a los jugadores y nos dijo
-“Caballeros, el sábado es un partido importante y queda mucho por entrenar, yo me voy a quedar un rato más, cualquiera es bienvenido” y de allí no se movió un alma, seguimos media hora larga practicando el golpe de castigo cerca de la línea de marca hasta que el capitán creyó que era suficiente.
Por fin llega el sábado, y allí nos plantamos en el Philip Murray Playground (a mi me sonaba con cierta ironía a Murrayfield) una pradera embarrada en la que se colocaron dos porterías de PVC, la gente se arremolinaba en los laterales y alrededores, aparcando sus coches sobre la acera. De una manera entrañablemente americana dos niños vendían limonada hecha por ellos. El tiempo era una delicia.


Precedió al primer partido un minuto de silencio por un compañero de un equipo de la misma categoría, Erie, que había muerto esa semana en un accidente de moto.

El partido del primer equipo fue bastante disputado hasta que mediada la segunda parte el equipo visitante cedió pie y los Highlanders marcaron varios ensayos ganando por una holgada ventaja y asegurándose un puesto en los Playoff de ascenso a segunda división territorial, con gran celebración de los locales.

Y allí estaba yo, calentando con el B, botas prestadas, hermosa camiseta usada en el anterior partido, y gente maravillosa que me había acogido como uno más de los suyos. “Spaniard” me llamaban todos.

Y allí, echando unas carreras, te das cuenta que el rugby es un lenguaje universal, no importa donde estés, es esa gran familia que te recibe como su pariente al que llevan toda la vida sin ver pero que saben que es de su sangre. Que juegan exactamente como te esperas que jugarían, que respetan al contrario como tu lo harías y que celebran terminado el partido igual que lo haría tu equipo.Y, tras el saque inicial, ¿que os voy a contar? Ochenta minutos de fuerza, risas,  diversión, melés interminables, barro, mucho barro. Y un tercer tiempo hasta las tantas. Como tantos equipos estarían haciendo ese mismo día, en Edimburgo, Rivas o en Auckland.


No recuerdo el resultado, creo que perdimos, pero lo importante son cada uno de esos pequeños momentos al lado de estos gigantes que me hicieron sentir como en mi propia casa.

Sólo quiero deciros ¡Suerte en los playoff!
Go Highlanders! Forward with honor!